El problema del orden económico liberal es el mismo que el de la democracia, que las alternativas reales e imaginables son mucho peores. Básicamente el mercantilismo, el comercio como instrumento político, la captura de mercados y la monopolización de suministros y materias primas como estrategia nacional. La anexión y la guerra en vez de la negociación como sistema de resolución de conflictos y mecanismo de distribución y reparto sustituyendo al sistema de precios Muchos parecen alegrarse de que vuelva el mercantilismo y buscan términos más agradables con los que presentarlo en sociedad. Términos como comercio justo, geoestrategia comercial, reindustrialización o la última novedad en la factoría de eufemismos, ‘friend-shoring’. Frente a la idea trumpiana de traer la producción a países cercanos para evitar problemas de abastecimiento, surge ahora en palabras de Yellen, la idea de localizarla en países amigos. La política industrial y comercial al servicio de las alianzas militares.
Como señala el informe de primavera del FMI, «la guerra (de Ucrania) aumenta el riesgo de una fragmentación duradera de la economía mundial en varios bloques geopolíticos con estándares tecnológicos, sistemas de pagos transfronterizos, y monedas de reserva diferentes» y no necesariamente compatibles añado yo. Esta compartimentalización del mundo, en síntesis una vuelta no a los tiempos de la guerra fría sino previos a la revolución industrial, traería consigo no solo más inflación y menos crecimiento, como ya reconoce hasta el último mohicano. Implicaría también importantes costes de largo plazo en términos de menos eficiencia, más volatilidad, mayor incertidumbre y crecientes posibilidades de conflicto. Menos innovación y difusión tecnológica. Una verdadera amenaza para el sistema de reglas negociadas y gobernanza conjunta que ha dominado las relaciones económicas y comerciales de los últimos 75 años y que ha permitido un desarrollo humano y social sin precedentes.
Las reuniones del Fondo Monetario y el Banco Mundial, aunque han perdido mucho atractivo desde que los movimientos antiglobalización primero y el Covid después las convirtieron en un evento virtual, siguen siendo la mejor oportunidad para repasar el estado del mundo. Y vaya cómo está el mundo. En aproximadamente una década hemos asistido a tres eventos que marcan la Historia, tres cisnes negros en sentido estricto: la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión, que ha cuestionado los fundamentos de la política monetaria y las responsabilidades y competencias de los bancos centrales; una pandemia que nos retrotrae a la peste negra y a la mal llamada gripe española, a tiempos anteriores a la penicilina y los antibióticos, y que está replanteando las políticas sanitarias, la globalización y hasta las relaciones humanas; y ahora una guerra clásica, de ocupación y desgaste, una guerra larga y cruenta que amenaza con escalarse y con dividir Europa y el mundo otra vez en buenos y malos.
El desconcierto es generalizado y explicable. Estas cosas no tenían que pasar. No al menos en los países avanzados. Nos habíamos acostumbrado a un mundo donde la principal preocupación era el empleo, y si acaso el salario. Ya ni siquiera nos preocupaban los precios, y desde luego no la seguridad, ni la vida. Los apóstoles de las nuevas tecnologías, esos chicos tan listos de Singularity University que habían sustituido a chamanes y telepredicadores, recorrían el mundo anunciando que la muerte era ya evitable, una opción personal nos decían, y la vejez una enfermedad curable, como la miopía. Aunque todavía solo para unos pocos ricos que también podían viajar al espacio. Se comprende el desconcierto, esta guerra nos ha pillado recuperándonos de la resaca anterior, pero no puede llevarnos a los errores del pasado.
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La historia de Europa, una historia cruenta pero exitosa, es precisamente el mejor ejemplo de lo contrario: que comerciando se entiende la gente, que se evitan guerras o se hacen al menos más cortas y menos costosas; que la interdependencia es mutuamente ventajosa. La Unión Europea nace precisamente de esa idea fundacional. La transición española no se explica sin esa creencia de que la entrada en Europa, al aumentar los intercambios comerciales y humanos, nos ayudaría a normalizar también la vida política española. Hubo incluso un tiempo en que los americanos creían que comerciando con China el mundo sería mejor, más justo, más próspero y más libre. Que no hayamos sabido definir o aplicar bien las reglas acordadas, que nos hayan ganado en nuestro propio juego, no es motivo para romper el tablero y resucitar el mercantilismo, o la sharía. Permítanme una frívola metáfora para desdramatizar, que los ingleses ya no ganen el Mundial de fútbol, ni vayan a ganar la Champions, no es motivo para dejar de jugar al fútbol. La liga británica, y el mundo entero, serían más pobres y aburridos.